“…es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar…”
A. P.
Cuando alquilé el departamento de barrio norte, el típico bulo* de soltero, estaba lejos de imaginar lo que iba ocurrir después.
En esa primera visita no advertí nada. Era el lugar perfecto, cerca de la facultad y del trabajo. No dudé. En seguida llevé mis cosas.
En realidad no era mucho lo que tenía que acomodar, además de la cama; una mesita, la biblioteca y eso sí, muchos libros.
Al principio sentí una presencia, un algo intangible que me rodeaba; lo atribuí al hecho de que era la primera vez que vivía solo. Pasaron varios días hasta que vi la baulera* en el entretecho del baño. Me pareció el lugar ideal para guardar aquellas cosas en desuso; en realidad eran varias enciclopedias que ya no consultaba e invadían la pequeña biblioteca.
Además del polvo y las telarañas había cajas de distintos tamaños. Las tomé para dárselas al administrador, pero como la curiosidad es grande miré dentro de ellas; eran fotos y cartas. Desde ese momento no pude despegarme, como si me hubieran tomado la voluntad, a pesar de tratarse de objetos inanimados.
Tanto las fotos como las cartas estaban fechadas entre los años 1975 y 1976. Había mucha gente, casi adolescente. Se los veía radiantes, con su juventud y belleza, augurando una vida por delante.
Por momentos creí estar violando la intimidad de alguien, pero eso no me detuvo a la hora de leerlas.
Eran cartas hermosas, llenas de citas y poesía dedicadas a un tal Damián y firmadas por Cristina. Puse todas las fotos sobre la mesita y separé aquellas donde estaban ellos: Cris y Dami, 28 de abril de 1976, Dami, un día de pesca; Cristina 5 de junio de 1976…
Vi una mujer niña de largo pelo oscuro, casi negro, cuerpo pequeño y delgado, sonriente, muy sonriente. Hermosa y fresca en su adolescencia.
Esa noche soñé con ella. Se había metido en mi cama y temblaba de frío o de miedo, entonces me pedía que la abrazara y no le hiciera preguntas.
Me desperté sobresaltado, con un mal presentimiento, algo parecido a la angustia.
Se clavó en mi carne desde el mismo momento en que la vi en la foto. Por impulso, llamé al administrador para sacarle información sobre los viejos inquilinos, sabía que no resultaría sencillo preguntar sobre personas que habitaron el departamento hacía tantos años.
Me llamó la atención el hecho de que las fotos quedaran olvidadas, y que alguien dejase recuerdos tan importantes e irremplazables.
El administrador me contó algo muy por encima. Que allí vivió Damián, un estudiante de derecho que aparentaba ser un buen chico hasta que se fue sin pagar el alquiler. Dijo que de un día para el otro no se supo más de él, y que dejó todo. Algunos suponen que se metió con alguna mala junta, o una secta religiosa; otros creen que lo chupó la dictadura, pero que le parecía extraño porque nunca se lo veía con nadie que no fuera la chica, su novia. Le pregunté qué había sido de ella, y me contó que lo estuvo buscando durante mucho tiempo. Que venía y lo esperaba horas todos los días…dijo que daba pena ver lo triste que estaba, y que siguió así por meses, hasta que un día le dejó el teléfono y su dirección para que le avisara si sabía algo de Damián.
Mi primer impulso fue preguntar si tenía la dirección de la chica. Pero enseguida supe que era una locura pedirle algo que habría tirado hace tiempo.
Esa noche tampoco pude dormir. Me las pasé dando vueltas y escuchando voces dentro de mi cabeza, como un demente. Ya no sabía si era un sueño o real. Me levanté y vi las fotos sobre la mesita; en realidad tampoco recordaba haberlas dejado allí.
Su actitud era obsesiva. Trató de convencerse que eran unas fotos olvidadas y listo; pero no, no tenía ningún sentido quedarse con ese pensamiento superficial. Después de hablar con el administrador no podía conformarse con cualquier respuesta. Se exponía al ridículo total al preguntarle si guardaba el teléfono y la dirección, y también sabía que del ridículo nunca se vuelve, pero no le importaba nada.
Sus pupilas habían retenido a la mujer-niña de la foto, y cada vez que cerraba los ojos, su imagen nítida le inundaba las retinas, como una maldición, un presagio del cual no podía escapar. Se pasó la noche pensando en cómo encarar al administrador sin que éste se llevara una mala impresión de él. Se escuchó ensayar mil pavadas que no convencían, así que optó por decir la verdad, ahorrándose los detalles; nada de sueños y oscuros presentimientos.
El administrador abrió una caja y sacó un papel amarillo. Me lo dio sin mayores preámbulos, diciendo que no me olvidara que habían pasado treinta años, y que menos mal que tenía la costumbre de guardar todo. Luego me miró interrogante y amagó una pregunta que alejó con un gesto de su mano; dijo hasta pronto y se fue moviendo la cabeza en actitud de negación. No me atreví a preguntarle qué era lo que estuvo a punto de decir, pero podía suponerlo.
Tenía la foto y el número de teléfono, pero no sabía cómo encararla, además existía la posibilidad que no viviera en la misma casa y que nadie supiera de ella.
Miré una y mil veces las fotos y releí las cartas “…que tu cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones”…sé que te gusta Alejandra, por eso elegí esta frase.
Sentí que me estremecía, como si fuera el destinatario de esas cartas y de la mirada sonriente y hermosa de la foto… “no el poema de tu ausencia, sólo un dibujo, una grieta en un muro, algo en el viento, un sabor amargo”…Sabes una cosa amor, a veces me siento tan sola… no pienses mal…me refiero a otro tipo de soledad, es como si no existiera nadie de tu especie…me siento un bicho raro…no soporto tanta injusticia, quiero gritar, golpear caras, sacudir conciencias…no estamos solos en el mundo…¿es posible respirar, comer, amar sobre tanto dolor y abandono?, no quiero vivir así, indiferente…quizás se pueda hacer algo, todavía no sé qué…”
Las palabras de Cristina me golpearon como misiles. Otra noche sin dormir; se estaba haciendo habitual soñar con ella, pero esta vez fue distinto. Se metió en la cama mientras dormía y me miraba con sus enormes ojos marrones, que vibraban sensualmente al encontrarse con los míos. Yo era Damián, no existían dudas de eso. Podía sentir su aliento cálido y perfumado mientras murmuraba algún poema de Alejandra. Yo quería decirle que no era Damián, pero cada vez que lo intentaba, como adivinando mis pensamientos, me cerraba la boca con un beso y yo permanecía envuelto en un letargo amoroso del cual no podía salir. Luego me despertaba sobresaltado, taquicárdico, como si algo o alguien me la hubiese arrebatado.
Otra vez me encontré sentado con las fotos y cartas desparramadas sobre la mesita: “…Ya sé Dami que me estoy arriesgando mucho, y que en este momento el país esta convulsionado, pero no tengo miedo…no pienso en mí…o tal vez soy egoísta, lo hago porque no puedo con este dolor… ¿viste los chicos de la villa? Sus caritas tristes, ¿es posible tener una vida después de ver ese vacío e incertidumbre en la cara de tantas personas?…puede ser egoísmo…soy egoísta, sufro…”
“Inés no está, la buscamos por todos lados y nadie sabe nada…tengo miedo de que las bestias se la hayan llevado… ¿es posible que crean peligrosa a una persona que alfabetiza a la gente de la villa?... ¡ay! Dami, quizás también me busquen a mí…no quiero alejarme de vos, te amo…”
“Dami, me escondí en el placard…escuché el timbre y me escondí…estoy aterrada, ¿y yo quiero cambiar el destino de la gente? Jajaja, encerrada en el placard, muerta de miedo…Te necesito Dami, más que nunca, te amo…”
Al otro día, enajenado y con el corazón saliéndose de mi boca, fui sin pensar en nada más a la dirección que estaba en el viejo papel amarillo. Sólo con la idea fija de saber al fin qué había pasado con Cristina y Damián.
Me encontré con una casa vetusta, casi abandonada, donde la hierba crecía en forma descontrolada y trepaba por las paredes hasta cubrirla casi en su totalidad. Mi primer impulso fue irme, pero una fuerza inexplicable me mantenía firme frente a la entrada. No sé que esperaba encontrar, y tampoco me hacía demasiadas preguntas. Sabía que estaba viviendo una especie de enamoramiento a destiempo por la mujer niña de la foto, que ya no lo era. En el fondo sentía que les debía algo a ellos. Que yo me quedaba con una parte de sus vidas al poseer esas cajas.
Toqué el timbre. Después de unos minutos interminables la puerta se abrió y una mujer muy anciana salió casi arrastrando sus pies. Las piernas se me aflojaron, se me cruzaron miles de cosas en ese pequeño trayecto hasta que la mujer habló. Por ejemplo, que llamaría a Cristina y ella aparecería con su carita de niña, el pelo largo y su sonrisa; era un pensamiento absurdo y lo sabía bien. Pasaron treinta años. También imaginaba que me diría que se fue del país por las amenazas, o que se había casado, vivía cerca y la visitaba seguido. Hasta pensé en la opción de que estuviera soltera dando clases en la universidad o la secundaria.
Cuando la anciana llegó, le dije mi nombre e inmediatamente le pregunté si allí vivía Cristina. La mujer miró sin comprender, entonces saqué de una de las cajas la foto dónde ella estaba sola y sonriente, pero ni siquiera reparó en lo que le mostraba. Su boca se abrió en un gesto de sorpresa y empezó a llorar con amargura en silencio. Sus lágrimas caían sin control, como si hubiesen estado contenidas durante mucho tiempo.
No supe que hacer ante esa reacción que quizás fue la que menos esperaba. Intenté acercarme más, pero la anciana levantó la mano como para frenar mi impulso de intentar contenerla de alguna manera.
Me dijo casi en un susurro que era su madre. Le conté que encontré las cajas con fotos y cartas, y que quería devolverlas.
Ella empezó a contar la parte de la historia que conocía. Dijo que Cristina y su amiga Inés iban mucho a la villa para ayudar a los analfabetos, querían hacer una especie de escuela y un comedor. Que Damián era un buen chico y se amaban mucho, que estudiaba derecho y también trabajaba, y no tenía tiempo para acompañarla…dijo que la primera que desapareció fue Inés, que la fueron a buscar a su casa y la sacaron como una delincuente. Después desapareció Damián, y nadie pudo entender el motivo, porque él no participaba en nada…eso destrozó a Cristina, empezó a buscarlo por todas partes, a esperarlo en la entrada del edificio, durante horas, días, meses…hasta que se la llevaron también
Se me cayeron todas las cajas de la mano. Las fotos y cartas se desparramaron por la vereda. Mientras las recogía, lloraba y al mismo tiempo no podía evitar sorprenderme. Esperaba cualquier cosa, menos este final abrupto para mi incipiente y desesperanzada historia de amor.
La mujer me miraba con pena al ver mis ojos llorosos; fue cuando le entregué las cajas y me fui sin palabras.
Esa fue la última noche que soñé con Cristina. Ella me recitaba al oído el párrafo de uno de los poemas de Alejandra, a quien conocí a través de sus cartas, y de quien no me despegaría nunca más: “He de partir
no más inercia bajo el sol, no más sangre anonadada, no más fila para morir”
Fin
* Bulo, bulín, del lunfardo (Léxico porteño, propio de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, que se usaba en el siglo pasado, y del cual se popularizaron algunas palabras), departamento de soltero, lugar de citas.
*Baulera; pequeño cuarto o espacio destinado para guardar cosas.
Alejandra Pizarnik, poeta argentina que cultivó el estilo surrealista (1936-1972)
Obra: "Matanza" de Cedrón